Rania amada, reina odiada

Estamos hablando de la primera década del siglo XXI, cuando se cocía de forma subterránea la brutal sacudida hoy en curso bajo la denominación de primavera árabe. Estamos hablando de la década marcada por los atentados del 11 de septiembre de 2001 y la guerra contra el terror lanzada por Estados Unidos, unos años en los que las autocracias árabes acentuaron la represión y en los que se produjo una explosión demográfica.
En 2010, la reina Rania celebró con gran pompa sus 40 años. Desplazó a 600 invitados al hermosísimo desierto de Wadi Rum (escenario de la película Lawrence de Arabia), iluminó los farallones con un gigantesco cartel eléctrico con la cifra «40» y ofreció alimentos y bebidas con gran esplendidez. Rápidamente surgieron comparaciones populares con los fastos de Persépolis, que simbolizaron el derroche del sha de Persia (hoy Irán) y fueron el preludio de su caída.
Poco después se produjo la gigantesca filtración de comunicaciones diplomáticas de Wikileaks. Los jordanos, tanto transjordanos como palestinos, comprobaron que el protagonismo político de Rania era tan notable como se rumoreaba. En los cables de la Embajada de Estados Unidos se reflejaban tanto las opiniones de Rania (muy activa en las advertencias a Washington sobre la amenaza del régimen iraní sobre la región) como el malestar que las mismas generaban en las tribus transjordanas, base de la monarquía. Hubo algo que tocó el nervio más sensible de la sociedad jordana: el tesón con que Rania impulsó los cambios legislativos a favor de la mujer, entre ellos el de que las mujeres pudieran transmitir la ciudadanía a sus hijos. Eso fue interpretado por los transjordanos como una vía para la nacionalización masiva de palestinos, con la consiguiente victoria demográfica de los inmigrantes del otro lado del río. La gran filtración de Wikileaks se desarrolló en diciembre. En ese mismo mes, en una localidad tunecina llamada Sidi Bouzid, un joven vendedor de frutas, Mohamed Bouazizi, se inmoló en público, harto de la pobreza y del maltrato policial. Fue el principio de laprimavera árabe.
Los regímenes corruptos de Túnez y Egipto cayeron en poco tiempo. Estalló la guerra en Libia. Las protestas en Siria suscitaron una represión más y más sangrienta. Abdalá de Jordania, un monarca absoluto de instintos moderados, tomó precauciones y aprobó una serie de medidas económicas (aumento de los salarios públicos, subvenciones a ciertos productos) para evitar que el creciente descontento en su país, reflejado en manifestaciones poco numerosas pero frecuentes, desembocara en una crisis. Paralelamente, impulsó una reforma constitucional que Martin Beck, representante en Ammán de la fundación alemana Konrad Adenauer, dedicada a promover internacionalmente los valores democráticos y la justicia social, califica de «tímida e insuficiente, pero en la dirección correcta».
La crítica lanzada por 36 representantes tribales cisjordanos el 11 de febrero, justo el día en que dimitió el presidente egipcio Hosni Mubarak, cayó como un mazazo. «Antes que la estabilidad y la comida, el pueblo jordano busca libertad, dignidad, democracia, justicia, igualdad, derechos humanos y el fin de la corrupción», decía la declaración tribal. La redacción evitaba cuidadosamente cualquier crítica directa al rey, pero se cebaba con la reina, con referencias a su fiesta en el desierto de Wadi Rum («rechazamos esos cumpleaños escandalosos que se celebran a expensas de los pobres y del tesoro nacional») y a varios artículos recientes de la agencia France Presse en los que se hablaba de supuestas actividades de Rania a favor del enriquecimiento de su familia. Los representantes tribales consideraban que Rania había influido para que los Al Yassin se hicieran con grandes terrenos de pastoreo que, según la tradición, debían ser devueltos a las tribus tras su utilización por el Estado. En la declaración se la llegaba a comparar con Leila y Suzanne, las «presidentas cleptómanas» de Túnez y Egipto.
El entorno de la monarquía, movilizado por el rey, se desató contra la delegada de France Presse, Randa Habib, y denunció que sus artículos se basaban en «chismorreos y afirmaciones sin base». Pero no hubo represalias contra los firmantes de la declaración tribal. Y, discretamente, el asunto de los polémicos terrenos, en el distrito de Balca, fue asignado a los tribunales. «En lo sustancial, la denuncia era cierta», afirma el periodista Hani Hazaimeh, redactor y comentarista del diario en inglés Jordan Times.
«Jordania está cambiando y se está haciendo más transparente, en parte por las reformas políticas, modestas pero válidas, y sobre todo por la revolución en las comunicaciones», indica Hazaimeh. El periodista señala que la prensa tradicional ejerce su función con mayor libertad, aunque son las redes sociales las protagonistas del cambio: «En Jordania, Internet llega al 47% de la población, y ese es el mayor índice de penetración de Oriente Próximo; hay más de un teléfono móvil por persona, Facebook es popularísimo y existen más de 200 blogs que abordan sin tabúes los asuntos políticos y el mal endémico de la corrupción, uno de los que más preocupan a los jordanos», explica Hazaimeh.
Los Hermanos Musulmanes, la gran organización islamista de Oriente Próximo, son legales en Jordania, pero no muy influyentes: se calcula que representan a un máximo del 20% de la población y a un mínimo del 5%. La eficacia de los servicios secretos, la legitimidad del rey (descendiente de Mahoma como miembro de la dinastía hachemí), la benevolencia del régimen y el carácter en general apacible de los jordanos hacen que el país sea más estable que la mayoría de los países de la región; por otra parte, la explosión demográfica (casi el 70% de la población es menor de 30 años, lo que supone que Jordania es aún más joven que Egipto o Libia) y la falta de empleo amenazan esa estabilidad.
Los transjordanos, que representan algo menos de la mitad de la población debido al crecimiento de los palestinos, se sienten especialmente afectados por la corrupción, ya que viven en gran parte del presupuesto público y consideran que los negocios turbios merman la riqueza nacional. Los palestinos, dominantes en el sector privado, también se quejan de la corrupción porque daña a las empresas. «Este país no tiene ni agua ni petróleo, vive de las ayudas exteriores, en especial de Arabia Saudí, y solo puede prosperar si utiliza a fondo el alto nivel educativo de su gente y su espíritu emprendedor», comenta un abogado palestino, especializado en auditorías, que finalmente prefiere que no se haga público su nombre «por no correr riesgos».
El rey sigue siendo intocable, pero su régimen está bajo cuestión. Y las denuncias se centran en la reina. «Rania no es popular, nunca lo ha sido, y ahora se la utiliza para criticar al rey a través de ella», indica el analista alemán Martin Beck. La posición de Rania es cada vez más delicada.
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